domingo, 7 de abril de 2013

PALABRAS DE CONSUELO





   Se llamaba Iracema. Un nombre hermoso, labrado con hilos dorados del Brasil. Nuestro pueblo de origen es frontera  con el país vecino.
   Me fue difícil llegar al hospital , carezco totalmente del sentido de orientación y estaba en una ciudad nueva para mí, donde vine a vivir de casada.
   La monjita de la entrada , al verme embarazada me previno. Dijo que la enferma tenía un mal contagioso y que yo debía proteger a mi bebé.
   Le contesté educadamente que no tenía miedo. Entré a verla.
   Cuando me reconoció, abrió los ojos relumbrantes, esos ojos enormes color azul turquesa, lo único que conservaba. Lo demás era piel y hueso, salvo su abdomen abultado como un globo. Pensé que esperaba un bebé. Igual que yo.
   Fuimos compañeras de colegio, las dos éramos internas. Volábamos a nuestras casas en vacaciones de verano, como las golondrinas cuando emigran.Teníamos nuestro tiempo.
   Pobre Iracema, tenía cirrosis medicamentosa. En el pueblo se burlaban de ella, no creían que esa panza era enfermedad. Hay brutos en todas partes.
   La claridad de su voz cantarina se había transformado en un sonido quejumbroso.
   Yo tenía veinte años entonces, ella un poco más. A mi siempre me acompañó la obsesión por la justicia y escribí en la tablilla de mi corazón lo que con esfuerzo me contaba.
   Inocente Iracema, perseguida por sus demonios, sola, abandonada, injuriada y muy enferma , lejos de su hogar.Era como una planta arrancada de la tierra . Hay gente que se vuelve dura , no puede volver a brotar pero ella floreció en el dolor.
   Yo la visitaba dos veces por semana con mi panza a cuestas. Siempre me pedía uvas. Yo les sacaba la piel y se la ponía en la boca. Más de tres no recibía.
   Una enfermera le cobraba su sueldo de docente, pero ella nunca veía una moneda.
   Mientras peinaba sus preciosos rulos de oro, yo miraba a través del ventanal los árboles que bendecían el suelo con una moqueta de 
rojo, naranja y amarillo. Era otoño.
   Las visitas eran breves. Iracema no tenía fuerzas  y se dormía arrullada por las palabras que yo, con veinte de años le decía. Ella era profundamente religiosa y encontró la grandeza en su propio sufrimiento.

   Bienaventurados los mansos de corazón.
   Bienaventurados los pacíficos
   Bienaventurados los que tienen con quien compartir sus miserias....


   Ese viernes de marzo al salir para el hospital miré el cielo.Era el paño de un pintor loco, que hubiera decidido matar el azul  y mezclado ocre, carmesí y negro en su paleta.
   Iracema estaba agonizando, pero la monjita me dejó pasar. Sus ojos relucían como diamantes. La abracé amorosamente y se durmió en mis brazos, tapada con una manta aún perfumada por sus sueños.

   A los siete días parí a mi primer hijo, con toda felicidad.
   Hacen cuarenta y ocho años, yo tuve mi cuota de ángeles.


   Iracema , gracias por enseñarme a embellecer mi alma 
                con el don de la compasión. Para siempre.